viernes, 6 de febrero de 2015

El Estado vive en las mentes de sus víctimas

¿Qué es un Estado? 

Una definición común es «el monopolio de la fuerza que se tiene sobre un determinado territorio». Pero entonces ¿Qué pasa en una guerra civil donde, para tener el control de la ciudad, un viejo régimen pelea contra el que sería el nuevo régimen? En ese caso, no existe un monopolio de la fuerza sobre un determinado territorio, pues lo que están peleando es tener el control sobre determinadas áreas. ¿Podemos decir entonces que dichas áreas no tienen Estado?

Cuando un régimen impositivo pierde el monopolio de la fuerza sobre una región, no se convierte repentinamente en una institución benigna; y el hecho que los «rebeldes» todavía no tengan dicho monopolio, tampoco los hace ser más benignos. Los dos siguen siendo dañinos de una forma u otra; los dos gozan del privilegio de poder cometer agresiones, las cuales son vistas por algunos como legítimas; y los dos tienen un permiso especial por parte de sus seguidores para poder manipular a las personas y sus propiedades.

Ese es el problema fundamental que hace a ambos grupos ser tan dañinos como los criminales, sin importar si ganaron o no el dominio sobre las áreas que estaban en disputa; y también es la característica que se debe tomar como criterio para determinar si es Estado o no. El problema más importante de la teoría del gobierno queda resaltado si definimos al Estado no como «el monopolio de la fuerza sobre un determinado territorio», sino como «la agresión cometida por alguien y que algunos consideran como legítima porque la cometió esa persona en particular».

Y existen diferentes grados de legitimidad: el tributo que se le hace a un caudillo de guerra -antes de haber sido santificado por los años- es percibido con mucha menos legitimidad que el cobro de impuestos por parte de una burocracia. Pero como este último es percibido como algo normal –por hábito o propaganda- en la mente de las víctimas, piensan que es totalmente diferente al saqueo que hace el ladrón o al botín que consiguen los piratas. Por lo tanto, los grupos de guerreros deberían ser considerados sin Estado.

Entendido de esta manera, las situaciones que comúnmente son llamadas «casos de anarquía», como Somalia, en realidad son guerras civiles crónicas, peleadas por dos Estados en busca del monopolio. Como Charles Johnson dijo, no existen «vacíos de poder», sino «llenos de poder». El hecho de que no existan varios Estados peleando por el dominio de un mismo territorio, sino un único Estado que tiene dicho dominio, significa que, lejos de que “no haya estado”, los miserables habitantes de dicho territorio están sumergidos de “más estado”. Un ejemplo de esto es la angustia por la que están pasando la tribu Sunni en el Distrito Alam de Irak: Tienen que lidiar con las pretensiones de ISIS, a quien ellos combaten, y con el gobierno de Bagdad, que constantemente los bombardea. Lo que hay allí no es anarquía, sino multiarquía: no hay insuficiencia de Estado, sino exceso de este.

El tan importante «monopolio» que tiene 
un Estado no es territorial, sino espiritual ; tiene posesión en el lugar privilegiado del corazón de los individuos, y es dicha posesión la que hace que su poseedor esté exento de las reglas de la justicia y el individuo lo acepte.

Un Estado no es una pandilla de hombres con sus propias armas, cárceles y otros recursos; sino que es la actitud que tienen hombres hacia esa pandilla y sus instrumentos, y los mitos que los informan (desinforman) para que tengan dicha actitud. Es una «gran ficción», como dijo Frederic Bastiat, y una «superstición peligrosa», como dijo Larken Rose. Es una mentira del victimario que es creída e internalizada por la víctima. Es el Síndrome de Estocolmo institucionalizado. Un Estado es una enfermedad que vive en las mentes de sus víctimas. Solo allí, en el campo de batalla de la mente, el Estado puede ser vencido verdadera y totalmente. Un Estado deslegitimizado es una contradicción en sí misma. Si destruyes la legitimidad que un Estado tiene en la mente de sus víctimas desacreditando las mentiras que sostienen su legitimidad, y lo habrás aniquilado, dejando en su lugar a una banda enorme de criminales comunes y corrientes.

Pero aún peor que creer en un Estado en particular, es creer en el estatismo en general. Deslegitimizar, y consecuentemente derrocar, a un Estado en particular, incluso a uno tiránico, no siempre produce cosas buenas. Si el estatismo todavía reina en los corazones de los hombres, una revolución podría empeorarlo. Inmediatamente después de que un tirano cae, las personas afligidas por el estatismo buscarán a un nuevo líder y a un nuevo amo, y no van a querer estar considerando candidatos. Además, debido a la agitación y angustia que ha causado la revolución, lo más probable es que el nuevo líder sea más drástico que el que acaba de ser derrocado, pues las personas están asustadas y por ello son más propensas a darle a los amos (incluso a los nuevos) vastos poderes de emergencia. Las revoluciones casi siempre traen consigo tiranos aún peores que los que reemplaza.

Este es un tema particularmente espinoso porque nuestra tiranía actual va a caer, sin importar lo que hagamos o dejemos de hacer. El imperio está en una espiral decreciente, que se extiende masivamente a través de la guerra y el bienestar (especialmente en su vertiente corporativa) y sobrecargando de forma excesiva a su población. Es solo cuestión de tiempo para que la espiral acelere y nuestro imperio descienda, como lo hizo Roma; matará a la gallina de los huevos de oro en un frenético intento por obtener más ingresos y caerá en una maniobra totalitaria con tal de mantener el control. Como tratará de hacer reformas desde la prensa escrita para obtener más ingresos, creará más desencajamientos económicos y más pánico, lo que creará una crisis financiera. También es posible que destruya al dólar, por lo que, si no existe tiene algún sustituto, se eliminará el cálculo económico y se destruirá el mercado de división de trabajo sobre el cual descansa nuestro estándar de vida. Al hacer todo esto, el imperio destruirá su propia legitimidad más rápido de lo que lo hubiera hecho cualquier anarquista.

Esto significa que el papel de los libertarios no es precipitar el colapso, que es inevitable de todos modos, sino preparar el terreno para lo que pasará después de este. Nuestra misión no es deslegitimizar a un Estado en particular, sino deslegitimizar a “El Estado” como institución, y lo lograremos usando una economía saneada, la teoría social y la filosofía política para desacreditar las mentiras que sostienen al estatismo; es enseñarle a las personas que es la propiedad privada y los principios de anarcoliberalismo los que, después del colapso, los mantendrán vivos; es inmunizarlos de quererse mecer en las demagogias y en los señores de guerra; es preservar la civilización.
Y solo habiéndoles enseñado por completo los principios anarquistas es que harán bien las cosas luego de que todo haya colapsado. En una crisis, el minarquismo teórico se convertirá en el totalitarismo práctico. Si a las personas se les enseña, aunque sea solo implícitamente, que la civilización necesita de un Estado (aunque sea mínimo) para superar el caos, en tiempos de alboroto ellos querrán darle vastos poderes «temporales» de emergencia, y así este será establecido y preservado.


Y necesitamos trabajar más rápido porque estamos en una carrera contra la espiral. Si la población, cuando suceda el colapso, sigue siendo estatista como lo es ahora, todo estará perdido (literalmente). Tal vez la humanidad no sobreviva a las guerras que surgirán entre ambos bandos que, buscando su propia conveniencia, querrán ser los nuevos estatistas.







El artículo original en Inglés se encuentra en :
https://medium.com/@DanSanchezV/the-state-lives-in-the-minds-of-its-victims-578e6589fe3f 

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